lunes, 6 de agosto de 2012

POR HUEVOS


Mientras recojo mi destino del frío suelo de la cocina, pienso si podré explicarlo, yo mismo no me lo acabo de creer y estaba presente. Dos docenas de huevos tenía cuando empezó este disparate y ninguno acabó en la sartén. Veinticuatro proyectos de pollo desparramados por el suelo, por la encimera, por el fregadero, hasta el techo llego uno, (ese no sé bien cómo voy a limpiarlo) dos han caído detrás de la nevera, (sí, ya sé que la nevera está en el salón; no, yo tampoco me lo explico) y el ultimo directamente sobre mi cabeza.

Veinte minutos quedan para que llegue, pero no me amedrento, yo soy hombre de acción y decidido, así que decido. Decido cerrar la puerta un segundo antes de descubrir que no llevo llaves. Sí llevo la cartera, no obstante, así que ya me preocuparé luego de la llave. Camino al oasis de salvación nocturno de desastres como yo en temas alimentarios y otras necesidades básicas del hogar. Doblo la esquina y…, y ya no llevo la cartera, el mozo con quien choque al girar (de donde habrá salido, ni tan siquiera lo vi venir) con la prisa que parecía llevar no debe pensar comprarme él huevos, seguro, y mucho menos hacerme una tortilla, aventuro. Así que continuo camino.

Tras llegar a destino, y después de una escenificación de los hechos que, aunque no sería merecedora de ningún premio de interpretación, sí creo que consigue transmitir el dramatismo de la situación, y conmovería hasta a una piedra (de haberse encontrado en el lugar y haber prestado un mínimo de atención) aunque no entendiera nada del contenido de mi perorata, el chico que custodia la caja registradora, de piel morena y turbante pertrechado, levanta un instante la vista, para seguir inmediatamente absorto en la lectura del libro que sostiene en el regazo. Así pues, yo sin desesperar, yo manteniendo la calma y la compostura, yo digno, yo… de rodillas y entre sollozos, pido por mi honor la mercancía fiada mientras entra la policía en el local en una redada.

Yo sigo de rodillas. En la refriega, el dependiente ha decidido suspender temporalmente su cultivación literaria y huir por la trastienda, lo que ha sido aprovechado por dos de los clientes que se encontraban en el local, para aumentar exponencialmente el descuento en las ofertas del establecimiento llenando un carro anteriormente huérfano. Unos ciento veinte quilos de señora encaramada a las estanterías del fondo se ha hecho con dos tambores de detergente (del bueno, de los que salen en la tele) con increíble agilidad por su parte, completando el conjunto con una lata de berberechos de las grandes y dos barras de pan. Incluso, uno de los policías ha conseguido esconder dentro de su camisa (ya bastante henchida por los efectos de una aparente vida poco saludable), dos botellas de vino, una caja de preservativos, tres paquetes de chicles de clorofila  y un Donut.

Aún agachado, alargo discretamente el brazo a la izquierda, hacia la última docena de huevos que queda en la nevera, justo a tiempo de verla desaparecer en brazos de un chaval que, viendo el tumulto desde la puerta, se ha aventurado a hacer una visita rápida al colmado antes de proseguir camino, mientras el segundo policía toma conciencia de mi presencia solidarizando el embaldosado con mi mano mediante su bota negra de suela reforzada.

Dos golpes de porra y un beso al suelo después (intuyo que estar ya de rodillas facilitó esta circunstancia) consigo convencer a los agentes de que no trabajo ahí, ni tengo nada que ver en la política de horarios del establecimiento, más allá de mi, ya explicada, terrible capacidad de desorganización a la hora de planificar mis suministros vitales, eso sin hablar de la gestión de los mismos, causa por la cual me encontraba en ese lugar a esa hora intempestiva.

Sin ellos (los huevos digo), sin un zapato (que perdiera en la contienda y que no me atreví a volver a buscar, por no recibir más explicaciones de la autoridad competente, que ya me avisó de la inconveniencia de reclamar absolutamente nada ante mi negativa a abandonar la tienda sin mis víveres), con una mano inflada y la cara morada, vuelvo a casa. Ahora sí, quizás, es tiempo de empezar a preocuparme de por la manera de entrar de nuevo en mi vivienda.

Aquí estoy por fin, ante la desvencijada entrada del edificio donde se encuentra mi apartamento. Sorprendentemente, la destartalada puerta, que parece dispuesta a desmoronarse en cualquier momento, ofrece una enconada resistencia a ser forzada. Empiezo a pensar que el día del fin del mundo, esta maldita cerradura será lo último en desaparecer. Dos mozalbetes que me ven forcejear con la cerradura se ofrecen a ayudarme. Mientras le relato a uno de ellos el principio de mi historia, el segundo ya ha vencido limpiamente la oposición del cerrojo. Ante esta circunstancia, él que habla conmigo, borra inmediatamente la afable sonrisa que adornaba su rostro y, propinándome un empujón que da con mis huesos sobre el basto adoquinado (cortesía de nuestro ayuntamiento en un intento de dotar al barrio de una apariencia rústica que atraiga al turismo), desaparece escaleras arriba tras su compinche, cerrando de un sonoro golpe el portón de madera.

Así que me encuentro de nuevo ante la barrera infranqueable, pensando ahora, si la puerta de nuestro apartamentito será capaz de aguantar la embestida de los dos cancerberos desbocados, con algo mas de éxito que la de la entrada, y empiezo a temer, no tanto por los enseres de nuestro hogar, como por la impresión que de mi se llevaran cuando vean el estado en que deje la cocina. Instintivamente miro a la ventana del tercer piso, el nuestro, cuya luz veo encendida, no recuerdo haberla dejado encendida, pero tampoco podría jurar lo contrario. Al mirar hacia arriba percibo una cañería del gas que trepa por la fachada de la que nunca me había percatado, y en un alarde de orgullo territorial me agarro a ella para empezar a escalar las tres plantas que me separan de mis allanadores. El primer resbalón ha sido con el zócalo de piedra del edificio, y pese al golpe de dientes contra el cobre del conducto, he conseguido salvarlo con una cierta dignidad, y sin caerme, aun a costa de una contractura en el hombro izquierdo que me ha restado agilidad para el resto de la ascensión. Ya a más de tres metros de altura la cornisa de la primera planta se me ha revelado un obstáculo infranqueable, y al intentar sortear el voladizo con el brazo intacto, él que no lo estaba no me ha soportado más y ambos, con todo mi cuerpo detrás, se han precipitado contra el suelo. Una montonera de bolsas de basura ha amortiguado mi caída, lo que me ha parecido una suerte, hasta que he descubierto lo que contenían las mismas, y que ahora adornaba los restos de mi ropa.

Justo en ese momento el portón se ha vuelto a abrir y los dos mozos han vuelto a pasar por encima de mí, consiguiendo que el lado de mi cuerpo que aun no se encontraba cubierto de basura entrara en consonancia con la otra mitad de mi cuerpo.

Por lo menos podrían haberme bajado las llaves al salir.

 Ella está a punto de llegar, yo derrotado, reclinado sobre la puerta de entrada del edificio, esperando el chaparrón, ya no busco excusas ni una explicación coherente que poder ofrecer, me va a caer otra de “eres un desastre, no te puedo dejar solo…”, con razón, sin atenuantes, una vez más ¡Quién me mandaba querer sorprender a nadie con mi inhabilidad culinaria, quién!

El chaparrón llega finalmente, literalmente digo, en forma de aguacero torrencial. No entiendo como puede caber tanta agua en un trozo de calle tan estrecho, intento refugiarme en el quicio de la puerta pero desisto al ver que dos ratas, como dos conejos criados exclusivamente con clembuterol, que han aparecido tras el montón de basura, han decidido parapetarse en el mismo lugar, hacerlo en exclusiva, y manifestarlo a mordiscos sobre mis pies desnudos, o en su defecto sobre los bajos de mi pantalón. Así me veo, expuesto a los elementos; así me veo, hecho una sopa; así veo, entre cortinas de agua azotadas por el viento, al fondo de la calle, una marquesina aparentemente inhabitada, y así voy, a buscar refugio de nuevo. Por fin alcanzo la protección, justo cuando deja de llover.

Por el callejón, más intuyo que no veo, emerger su silueta, (ella sí con paraguas, claro) llegó la hora. Se planta ante los restos de mi dignidad hecha jirones. Viene cansada, lo noto. Tanto que me mira sin verme, o está fingiendo indiferencia ante mi estado, en preparación de lo que vendrá a continuación. Ahí viene…

Ella -¿Cariño, vamos a cenar fuera? no me apetece meterme en la cocina.

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