BAJO LA RUEDA DEL MOLINO
Las articulaciones de la escalera mecánica crujían
espantosamente (cosa de los vaivenes barométricos, ya me lo habían advertido
las mías propias, un rato antes, al levantarme ¡Hoy va a llover!), y finalmente
se clavaron con estrépito.
Yo que siempre fui más de Sancho que de Quijano, me senté
tranquilamente en el metálico escalón, mientras varios aspirantes a hidalgos,
embestían, furia en ristre, cuantos mecanismos, botones de alarma,
intercomunicadores y cuadros de mando, encontraron a su alcance.
En otro momento les hubiera advertido de la inutilidad de
sus arremetidas, pero la experiencia es un grado. Permanezco sentado y en
silencio, manso, resignado ya a esta continua llovizna de leves contratiempos, sordos
y dolorosos. Molestos, como el corte de un papel entre los dedos. Reiterados, como
un inevitable peaje en medio de la autopista de la vida.
Lejanos quedaban los tiempos en que creí que las andanzas de
alguno de estos cambiaría el mundo.
Sabiendo lo que vendría después, me alzo sobre mis doloridas
rodillas, trepo el trecho restante, con un bufido al superar cada escalón,
excesivamente altos, primero un pie, luego el otro, alcanzando la cumbre, justo
en el momento que el mecanismo vuelve a girar, sin aparente intervención
humana.
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Este mes nos ilustra Vicente Mateo Serra (tico) |
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