Mientras recojo mi
destino del frío suelo de la cocina, pienso si podré explicarlo, yo mismo no me
lo acabo de creer y estaba presente. Dos docenas de huevos tenía cuando empezó
este disparate y ninguno acabó en la sartén. Veinticuatro
proyectos de pollo desparramados por el suelo, por la encimera, por el
fregadero, hasta el techo llego uno, (ese no sé bien cómo voy a limpiarlo) dos
han caído detrás de la nevera, (sí, ya sé que la nevera está en el salón; no,
yo tampoco me lo explico) y el ultimo directamente sobre mi cabeza.
Veinte minutos quedan
para que llegue, pero no me amedrento, yo soy hombre de acción y decidido, así
que decido. Decido cerrar la puerta un segundo antes de descubrir que no llevo
llaves. Sí llevo la cartera, no obstante, así que ya me preocuparé luego de la llave. Camino al
oasis de salvación nocturno de desastres como yo en temas alimentarios y otras
necesidades básicas del hogar. Doblo la esquina y…, y ya no llevo la cartera,
el mozo con quien choque al girar (de donde habrá salido, ni tan siquiera lo vi
venir) con la prisa que parecía llevar no debe pensar comprarme él huevos,
seguro, y mucho menos hacerme una tortilla, aventuro. Así que continuo camino.
Tras llegar a destino,
y después de una escenificación de los hechos que, aunque no sería merecedora
de ningún premio de interpretación, sí creo que consigue transmitir el
dramatismo de la situación, y conmovería hasta a una piedra (de haberse
encontrado en el lugar y haber prestado un mínimo de atención) aunque no
entendiera nada del contenido de mi perorata, el chico que custodia la caja registradora,
de piel morena y turbante pertrechado, levanta un instante la vista, para
seguir inmediatamente absorto en la lectura del libro que sostiene en el
regazo. Así pues, yo sin desesperar, yo manteniendo la calma y la compostura,
yo digno, yo… de rodillas y entre sollozos, pido por mi honor la mercancía
fiada mientras entra la policía en el local en una redada.
Yo sigo de rodillas. En
la refriega, el dependiente ha decidido suspender temporalmente su cultivación
literaria y huir por la trastienda, lo que ha sido aprovechado por dos de los
clientes que se encontraban en el local, para aumentar exponencialmente el
descuento en las ofertas del establecimiento llenando un carro anteriormente
huérfano. Unos ciento veinte quilos de señora encaramada a las estanterías del
fondo se ha hecho con dos tambores de detergente (del bueno, de los que salen
en la tele) con increíble agilidad por su parte, completando el conjunto con
una lata de berberechos de las grandes y dos barras de pan. Incluso, uno de los
policías ha conseguido esconder dentro de su camisa (ya bastante henchida por
los efectos de una aparente vida poco saludable), dos botellas de vino, una
caja de preservativos, tres paquetes de chicles de clorofila y un Donut.
Aún agachado, alargo
discretamente el brazo a la izquierda, hacia la última docena de huevos que
queda en la nevera, justo a tiempo de verla desaparecer en brazos de un chaval
que, viendo el tumulto desde la puerta, se ha aventurado a hacer una visita
rápida al colmado antes de proseguir camino, mientras el segundo policía toma
conciencia de mi presencia solidarizando el embaldosado con mi mano mediante su
bota negra de suela reforzada.
Dos golpes de porra y
un beso al suelo después (intuyo que estar ya de rodillas facilitó esta
circunstancia) consigo convencer a los agentes de que no trabajo ahí, ni tengo
nada que ver en la política de horarios del establecimiento, más allá de mi, ya
explicada, terrible capacidad de desorganización a la hora de planificar mis
suministros vitales, eso sin hablar de la gestión de los mismos, causa por la
cual me encontraba en ese lugar a esa hora intempestiva.
Sin ellos (los huevos
digo), sin un zapato (que perdiera en la contienda y que no me atreví a volver
a buscar, por no recibir más explicaciones de la autoridad competente, que ya
me avisó de la inconveniencia de reclamar absolutamente nada ante mi negativa a
abandonar la tienda sin mis víveres), con una mano inflada y la cara morada,
vuelvo a casa. Ahora sí, quizás, es tiempo de empezar a preocuparme de por la
manera de entrar de nuevo en mi vivienda.
Aquí estoy por fin,
ante la desvencijada entrada del edificio donde se encuentra mi apartamento.
Sorprendentemente, la destartalada puerta, que parece dispuesta a desmoronarse
en cualquier momento, ofrece una enconada resistencia a ser forzada. Empiezo a
pensar que el día del fin del mundo, esta maldita cerradura será lo último en
desaparecer. Dos mozalbetes que me ven forcejear con la cerradura se ofrecen a
ayudarme. Mientras le relato a uno de ellos el principio de mi historia, el
segundo ya ha vencido limpiamente la oposición del cerrojo. Ante esta
circunstancia, él que habla conmigo, borra inmediatamente la afable sonrisa que
adornaba su rostro y, propinándome un empujón que da con mis huesos sobre el
basto adoquinado (cortesía de nuestro ayuntamiento en un intento de dotar al
barrio de una apariencia rústica que atraiga al turismo), desaparece escaleras
arriba tras su compinche, cerrando de un sonoro golpe el portón de madera.
Así que me encuentro de
nuevo ante la barrera infranqueable, pensando ahora, si la puerta de nuestro
apartamentito será capaz de aguantar la embestida de los dos cancerberos
desbocados, con algo mas de éxito que la de la entrada, y empiezo a temer, no
tanto por los enseres de nuestro hogar, como por la impresión que de mi se
llevaran cuando vean el estado en que deje la cocina. Instintivamente
miro a la ventana del tercer piso, el nuestro, cuya luz veo encendida, no
recuerdo haberla dejado encendida, pero tampoco podría jurar lo contrario. Al
mirar hacia arriba percibo una cañería del gas que trepa por la fachada de la
que nunca me había percatado, y en un alarde de orgullo territorial me agarro a
ella para empezar a escalar las tres plantas que me separan de mis allanadores.
El primer resbalón ha sido con el zócalo de piedra del edificio, y pese al
golpe de dientes contra el cobre del conducto, he conseguido salvarlo con una
cierta dignidad, y sin caerme, aun a costa de una contractura en el hombro
izquierdo que me ha restado agilidad para el resto de la ascensión. Ya a más
de tres metros de altura la cornisa de la primera planta se me ha revelado un
obstáculo infranqueable, y al intentar sortear el voladizo con el brazo
intacto, él que no lo estaba no me ha soportado más y ambos, con todo mi cuerpo
detrás, se han precipitado contra el suelo. Una montonera de bolsas de basura
ha amortiguado mi caída, lo que me ha parecido una suerte, hasta que he
descubierto lo que contenían las mismas, y que ahora adornaba los restos de mi
ropa.
Justo en ese momento el
portón se ha vuelto a abrir y los dos mozos han vuelto a pasar por encima de
mí, consiguiendo que el lado de mi cuerpo que aun no se encontraba cubierto de
basura entrara en consonancia con la otra mitad de mi cuerpo.
Por lo menos podrían
haberme bajado las llaves al salir.
Ella está a punto de llegar, yo derrotado,
reclinado sobre la puerta de entrada del edificio, esperando el chaparrón, ya
no busco excusas ni una explicación coherente que poder ofrecer, me va a caer
otra de “eres un desastre, no te puedo dejar solo…”, con razón, sin atenuantes,
una vez más ¡Quién me mandaba querer sorprender a nadie con mi inhabilidad
culinaria, quién!
El chaparrón llega
finalmente, literalmente digo, en forma de aguacero torrencial. No entiendo
como puede caber tanta agua en un trozo de calle tan estrecho, intento
refugiarme en el quicio de la puerta pero desisto al ver que dos ratas, como
dos conejos criados exclusivamente con clembuterol, que han aparecido tras el
montón de basura, han decidido parapetarse en el mismo lugar, hacerlo en
exclusiva, y manifestarlo a mordiscos sobre mis pies desnudos, o en su defecto
sobre los bajos de mi pantalón. Así me veo, expuesto a los elementos; así me
veo, hecho una sopa; así veo, entre cortinas de agua azotadas por el viento, al
fondo de la calle, una marquesina aparentemente inhabitada, y así voy, a buscar
refugio de nuevo. Por fin alcanzo la protección, justo cuando deja de llover.
Por el callejón, más
intuyo que no veo, emerger su silueta, (ella sí con paraguas, claro) llegó la hora. Se planta ante los
restos de mi dignidad hecha jirones. Viene cansada, lo noto. Tanto que me mira
sin verme, o está fingiendo indiferencia ante mi estado, en preparación de lo que
vendrá a continuación. Ahí viene…
Ella -¿Cariño, vamos a
cenar fuera? no me apetece meterme en la cocina.
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